Gabriele del Grande: “La internacional yihadista ya ha iniciado el reclutamiento para la siguiente guerra”

“La internacional yihadista ya ha iniciado el reclutamiento para la siguiente guerra”

Gorka Larrabeiti / CTXT

Ahora que parece que, en ausencia de grandes atentados, el yihadismo ha dejado de ser foco informativo y que incluso el aniversario del 11S es menos evento que nunca, toparse con el Estado Islámico da pereza, remueve fantasmas y evoca pesadillas. Ahora que parece que nos ha entrado prisa por olvidar el yihadismo, es un buen momento para adentrarnos con calma en lo que fue la Historia y las historias del Estado Islámico.

Acaba de salir la traducción al español del libro Dawla, la historia del Estado Islámico contada por sus desertores (Ediciones del Oriente y el Mediterráneo). Gabriele del Grande (Lucca, 1982) la define como “una especie de novela sobre el yihadismo cuando en realidad es un trabajo puramente periodístico”.

¿Por qué un libro sobre el Estado Islámico? ¿Cómo juzgaría la información a la que tiene acceso la opinión pública?

Hasta hace unos años nos machacaron vivos con noticias sobre el Estado Islámico. Venga libros, y venga artículos, documentales… Sin embargo, poca gente habrá que pueda decir que ha entendido de veras algo al respecto. Se echaba de menos un relato que diera a entender la complejidad de un fenómeno, el yihadismo, que se suele liquidar a menudo con orientalismos facilones desligados de la dimensión social, histórica y política o, peor aún, a base de complotismos y tramas retorcidas según las cuales resulta que al final la culpa de todo la acaba teniendo algún servicio secreto.

¿Por qué centrarlo en los testimonios de desertores?

Periodísticamente porque son los únicos que pueden revelar los secretos de la organización, los únicos que pueden contarla desde dentro. Literariamente porque en nuestro imaginario representan el mal. Precisamente por eso contar la guerra desde su punto de vista descoloca y resulta extremadamente incómodo. No solo porque nos revela los horrores de la máquina de la guerra sino porque nos enseña que los peores criminales no son tan distintos de nosotros, lo cual sacude nuestras certezas sobre la humanidad en general y, de rebote, sobre nosotros mismos.

Ha pasado un año desde que le detuvieron en Turquía. ¿Esa detención tiene que ver con este libro?

Sí. Me detuvieron en abril de 2017 en Reyhanli, una ciudad turca que está en la frontera con Siria, mientras almorzaba con una fuente. Se trataba de un hacker jordano que había huido del Estado Islámico pocas semanas antes de nuestro encuentro. Nos arrestaron a los dos. Era un grupo de agentes de civil. Supongo que eran de los servicios secretos turcos. Las preguntas en el interrogatorio, que duró hasta bien entrada la noche en una comisaría de la ciudad, tenían que ver con el contenido de mi trabajo, mi relación con la fuente y el motivo de mi presencia en la ciudad. Reyhanli era entonces una zona de contrabando. Por allí pasaban armas y yihadistas que se dirigían al frente sirio. Pululaban también contactos de servicios secretos, espías, traficantes de armas y aspirantes a yihadistas, de ahí que las autoridades turcas prohibieran a la prensa entrar en la provincia. La excusa que pusieron para justificar mi expulsión, que tuvo lugar tras 14 días de detención, de los cuales 11 fueron en aislamiento total, fue exactamente esa: como periodista yo no tenía que estar allí. Traducido para la gente no especialista: no tenía derecho a meter las narices en el papel que jugaban en Siria los servicios secretos turcos. Pero ojo: volvería a hacerlo. Con los años he aprendido que los temas más urgentes por investigar son precisamente los que el poder pretende cubrir con el tupido velo de la censura. En cuanto a la experiencia de mi detención, he de decir que me ha dado más de lo que me quitó. Sobre todo, un renovado amor por la libertad y una reforzada crítica del poder. Eso aparte de los relatos de muchos compañeros de celda que conocí antes de que me metieran en aislamiento.

En distintas declaraciones habla de distintos niveles de lectura del libro. ¿Qué significa?

Pues que hay un primer nivel de lectura que se detiene en la superficie del texto narrativo, de las historias, las biografías, las reflexiones sobre el poder, la corrupción, la violencia, los totalitarismos, la guerra, la religión. El segundo nivel transcurre más hondo: revela información –muchas primicias– sobre la organización y la historia del Estado Islámico. Digamos que cuanto más ducho sea el lector en yihadismo y en el conflicto sirio, más fácil dará con el montón de noticias esparcidas a lo largo del texto.

Da la impresión leyendo el libro de que a la población civil en Siria la martirizan dos cosas. Por un lado, los atropellos del régimen de Al Asad o del Estado Islámico a los más elementales derechos humanos; por otro, las oscuras razones de la geoestrategia. ¿Qué pesa más a la hora de analizar la guerra en Siria?

Para un análisis de la guerra en Siria no se puede prescindir de las tramas de los servicios secretos que han intervenido en apoyo de las distintas corrientes de la oposición ni de los que se han prestado a apuntalar el régimen. La existencia de esos intereses geopolíticos, no obstante, no basta para reducir todo lo ocurrido a un gran complot urdido en las capitales extranjeras, tal y como quisiera la propaganda de Asad. Por lo mismo, sería ingenuo simplificar el escenario y pintarlo como una romántica lucha por la libertad entre un pueblo oprimido y un régimen sanguinario, tal y como hace la propaganda de la oposición. Y todo ello pese a que es cierto que hubo un levantamiento del pueblo que fracasó y a que sigue en pie un violento régimen autoritario. Al analizar una guerra, es preciso abandonar las conspiparanoias y quitarse ropajes de hincha de fútbol. Un buen periodista no se casa con nadie. En todo caso investiga las dinámicas sociales, económicas y políticas que, por encima de los intereses geopolíticos en juego, empujan a una parte de la población a alistarse voluntariamente para combatir en las filas de uno de los bandos enfrentados. Porque esa es la cosa: en la guerra no hay buenos y malos. El enfrentamiento último no es entre las fuerzas del bien y las del mal, sino más bien entre bloques de poder que se disputan la hegemonía de un país y que, con tal de ganar, están dispuestas a todo, aun a costa de manipular a la opinión pública, sacrificar la verdad en favor del engaño y la sospecha, colaborar con los enemigos de los propios enemigos, mandar al matadero a miles de soldados para distraer a las masas, usar a los civiles como escudos humanos un día y al siguiente como carne de cañón.

Artículo completo en CTXT

 


Gabriele del Grande en Madrid

Con motivo de la publicación de su libro Dawla: la historia del Estado Islámico contada por sus desertores, Gabriele del Grande estuvo en Madrid para participar con Alexandra Gil y Karim Hauser en Casa Árabe en un debate sobre "Exyihadistas: historias de desertores y retornados".

Karim Hauser presenta a Gabriele del Grande y Alexandra Gil.

A continuación añadimos los enlaces a algunas de las entrevistas a Gabriele del Grande.

En Cinco Continentes, el excelente programa sobre actualidad internacional de RNE

Fabiola Barranco entrevista en diario.es a Gabriele del Grande

Patricia Simón entrevista a Gabriele del Grande en lamarea.com

Marina Velasco en el Huffington Post

Álvaro Zamarreño: "Dawla, El terrorismo de Daesh puesto en su sitio" en Ser Internacional

Iñaki Urdanibia: "Estado islámico al desnudo", en KAOSENLARED

Vídeo de un extracto de la presentación en Casa Árabe

 

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En Dawla Gabriele del Grande condensa más de un año y medio de periodismo de investigación sobre el Estado Islámico, centrándose en las historias personales de combatientes que se sumaron a esa distopía y luego la abandonaron. En el curso de su investigación, el autor fue detenido por las autoridades turcas muy cerca de la frontera con Siria. Tras una importante movilización de la opinión pública, fue puesto en libertad catorce días después.

Gabriele del Grande es también el autor de Mamadú va a morir: el exterminio de inmigrantes en el Mediterráneo, un gran reportaje sobre las víctimas de la inmigración clandestina.

La protección del derecho a la vida de los inmigrantes ha sido una de sus principales preocupaciones desde que en 2006 fundó la bitácora Fortress Europe, como revela la carta que dirigió a Salvini cuando este aún era ministro del interior italiano y desencadenó una verdadera cruzada contra la inmigración clandestina y las organizaciones humanitarias que trataban de salvar inmigrantes en riesgo de morir ahogados en el Mediterráneo:

¿En serio que nos hemos olvidado de que no había desembarcos antes de los años noventa? ¿Se han preguntado por qué? ¿Se han preguntado por qué en 2018 en lugar de comprarse un billete de avión una familia debe pagar el precio de su propia muerte en una barca destartalada en medio del mar? El motivo es bien sencillo: hasta los noventa resultaba bastante fácil conseguir un visado en las embajadas europeas en África. Luego, a medida que Europa fue dejando de conceder visados, las mafias consiguieron hacerse con el negocio. [...]

Yo sigo sin entender por qué un veinteañero de Lagos o Bamako debe gastar cinco mil euros para cruzar el desierto y el mar o sufrir en Libia una detención, torturas, su propia venta; por qué debe ver morir a sus compañeros de viaje y por qué debe llegar a Italia al cabo de un año, traumatizado y arruinado cuando con un visado en el pasaporte se hubiera podido comprar un billete de avión de quinientos euros y gastarse el resto de su dinero en alquilarse una habitación y buscar un trabajo. Igual que hicieron cinco millones de trabajadores inmigrantes en Italia, que –nótese bien– ni pasaron por los desembarcos ni por la acogida. Llegaron de Rumanía, Albania, China, Marruecos, se remangaron y empezaron a trabajar. Igual que hicieron cinco millones de italianos, entre los cuales me incluyo, que emigraron estas últimas décadas. Igual que quisieran hacer los cien mil que se encuentran aparcados en el limbo de la acogida...

 

 


Debate sobre exyihadistas en casa árabe 10/09 a las 19h

¡Muy interesante! Mesa debate en casa árabe sobre exyihadistas este martes 10 de septiembre. Participan Alexandra Gil y Gabriele del Grande que presentará su libro: DAWLA la historia del estado islámico contada por sus desertores


DAWLA: LA HISTORIA DEL ESTADO ISLÁMICO CONTADA POR SUS DESERTORES

Gabriele del Grande se revela con este libro como un gran periodista. Su investigación se inicia en septiembre de 2006 en las prisiones de Siria y atraviesa la revuelta de 2011, la insurrección armada contra la dictadura de Al-Ásad y la instauración del Estado Islámico.
«Las entrevistas a los tres desertores y al preso político, transcritas en un archivador de seiscientos folios, son la materia que ha dado forma a este libro, junto con otros novecientos folios que contienen las transcripciones de las entrevistas a los otros sesenta y seis testigos realizadas por mí en Turquía, el Kurdistán iraquí y toda Europa: exoficiales de los servicios secretos y del ejército sirio, excombatientes del Ejército Libre y del Frente Islámico, expresos políticos, contrabandistas, activistas árabes, curdos, chiíes, cristianos y alauíes, periodistas sirios e iraquíes, refugiados de guerra y mucha gente corriente. Aunque sus historias no están recogidas en este libro, fueron fundamentales para comprobar la fiabilidad de mis fuentes cruzando las versiones de los hechos. Hice todas las entrevistas en la lengua madre de las fuentes, el árabe, revelando siempre mi identidad de escritor y dejando claro que tenía un micrófono encendido».

Gabriele del Grande (Lucca, 1982) estudió Historia y Estudios Orientales en la Universidad Bolonia. En 2006, fundó el Forum Fortress Europe, observatorio mediático sobre las víctimas de la emigración clandestina único en Europa. Del Grande trabaja como periodista independiente. En 2007, siguió la ruta de los emigrantes en Turquía, Grecia, Túnez, Marruecos, Sáhara Occidental Mauritania, Malí y Senegal, entrevistándose con las familias de los desaparecidos. Fruto de esa experiencia fue el libro Mamadú va a morir: el exterminio de inmigrantes en el Mediterráneo ya publicado por esta editorial 2014. Fue uno de los coautores y codirectores del documental Io sto con la sposa, que ganó un premio especial en el Festival Internacional de Cine de Venecia en ese mismo año. Dawla pudo llevarse a cabo gracias a un crowfunding en el que participaron 1342 personas.

Ficha técnica:

Traductor: Juan Vivanco Gefaell
Colección: «encuentros, serie comunicación», 7
Nº páginas: 672 - Formato: 125 x 210
Encuadernación: rústica con solapas
ISBN: 978-84-948759-5-3
PVP: 25 euros

BIC: HBWS: Historia militar: conflictos posteriores a la Segunda Guerra Mundial BTM: Historias reales de guerra y combate JPS: Relaciones internacionales.

Presentación en librerías: 4 de septiembre de 2019; conferencia en Casa Árabe, con el autor: 10 de septiembre de 2019.


DAWLA, la historia del estado islámico contada por sus desertores

Gabriele del Grande se revela con este libro como un gran periodista. Su investigación se inicia en septiembre de 2005 en las prisiones de Siria y atraviesa la revuelta de 2011, la insurrección armada contra la dictadura de Al-Assad y la instauración del Estado Islámico.

Como afirma el autor en la Introducción a su libro,

"el único modo de que dispone un escritor para contar una historia, a menos que quiera inventársela, es escucharla de viva voz de sus protagonistas. No para justificar ni humanizar, sino solo para contar y, a través del relato, buscar una respuesta, en el caso de que la haya, a esa antigua pregunta sobre la banalidad del mal que desde siempre resuena en nuestras cabezas después de cada guerra".

¡Próximamente en nuestro catálogo!


Mamadú va a morir, Gabriele del Grande

GABRIELE DEL GRANDE: MAMADÚ VA A MORIR

Gabriele del Grande
Mamadú va a morir
el exterminio de inmigrantes en el Mediterráneo

En enero publicaremos este libro en que el periodista italiano Gabriele del Grande denuncia la muerte masiva cada año de cientos de inmigrantes clandestinos en ese mar que antaño fue vínculo de unión entre ambas orillas y que hoy se ha convertido en infranqueable frontera para los africanos que sueñan con escapar de sus miserables condiciones de vida.

Gabriele del Grande nació en Lucca en 1982. Cursó Estudios Orientales en Bolonia y vive en Roma, donde colabora con la agencia de prensa Redattore Sociale. En 2006 creó la bitácora Fortress Europe, observatorio mediático sobre las víctimas de la emigración clandestina. También lleva las bitácoras Roma senza fissa dimora. Diario reportage, Biglietti di viaggio dalla Palestina, Da Casablanca con furore y La notte dei senza dimora (con audio), sobre los vagabundos de Roma.

En 2007 siguió la ruta de los emigrantes en Turquía, Grecia, Túnez, Marruecos, Sáhara Occidental Mauritania, Malí y Senegal, entrevistándose con las familias de los desaparecidos.

Fruto de esta experiencia es el libro que presentamos Mamadú va a morir.

Presentación

No nos hagamos ilusiones. Por muy variada que nos parezca la oferta de las agencias de viaje y por muy abigarrados y coloridos que se nos ofrezcan los mapas, en este mundo sólo se puede viajar en dos direcciones: o contra los otros o hacia ellos. Contra los otros, el así llamado Occidente no deja de organizar expediciones militares y cruceros de lujo, viajes de negocios y rallys espectaculares, operaciones de bolsa y visitas a las Pirámides. El viaje hacia los otros, por el contrario, es sistemáticamente impedido, desacreditado o despreciado.
Bajo el capitalismo globalizador, incompatible con plazas abiertas, asambleas y ágoras, solo hay dos «lugares» antropológicos de inscripción individual: el «pasillo», utopía ultraliberal de la circulación sin obstáculos, y el «muro», que revela su fracaso. En el Pasillo giran sin cesar las mercancías, las armas, la información, el dinero, los turistas. En el Muro se quedan enganchados una y otra vez los pobres, los «terroristas», los inmigrantes. Son estos dos «lugares», apenas porosos, espalda el uno del otro, los que construyen la sensibilidad y el comportamiento de los que están atrapados en ellos. En la experiencia del viaje —contra los otros o hacia ellos— es la dirección del desplazamiento y el medio de transporte, marcas de jerarquía global, los que determinan estructuralmente la autoestima del viajero y su percepción del otro y, por lo tanto, la recepción en destino. Contra los otros, vamos blandamente y reclamando gratitud y recibiendo aplausos; hacia los otros, se va a trompicones y pidiendo disculpas y recibiendo azotes. El turista entra en África como los acuerdos comerciales y las directivas europeas, desde el aire y desde lo alto, en avión o en crucero de lujo, y se comporta —y es tratado— como si procediese de su alma el valor de sus divisas. Al inmigrante se le obliga a entrar en Europa a ras de tierra y por agujeros, como las ratas y los insectos, y tiene que hacerse perdonar, con sumisión y bajos salarios, su irreductible condición animal (y la necesidad que tienen de él).
Bajo el capitalismo globalizador, solo hay ya dos posibles desplazamientos en el espacio, en direcciones opuestas y paralelas: el turismo y la emigración. Aún más: ya no hay ni razas ni sexos ni caracteres; ni españoles ni franceses ni senegaleses ni filipinos; sólo turistas e inmigrantes, relaciones entre turistas, relaciones entre inmigrantes y sordos intercambios desiguales entre turistas e inmigrantes. El turista es turista también en su país de origen porque allí también se limita a mirar y porque la presencia inmigrante, molesta y pruriginosa, lo eleva simbólicamente por encima de su clase y lo disuelve ilusoriamente en un grupo nacional revalorizado por el deseo del forastero. El inmigrante es también inmigrante en su propio país porque también allí es objeto de precauciones y sospechas y se ve ininterrumpidamente separado de los visitantes, sin más pasajes que la astucia o la mendicidad, por muros y policías que confirman la peligrosa exterioridad de los nativos.
Pero la diferencia entre los dos «lugares» —el Pasillo y el Muro— dibuja oposiciones subjetivas cuando menos sorprendentes.
Los turistas son llevados, acarreados, dirigidos y entretenidos; los inmigrantes —como recordaba John Berger— «son los más emprendedores de su generación».
Los turistas viajan encerrados en confortables lager, clientes de su propia prisión; los inmigrantes, hasta que se les encierra por existir, son libres.
Los turistas son consumidores livianos sin raíces, aventados por placeres superficiales de orden canibalístico (devorar viandas, souvenirs e imágenes); los inmigrantes viajan guiados por la nostalgia (el «doloroso deseo de regresar») y por eso, en medio de las dificultades, conservan sus costumbres y sus valores de origen. Llevan el alacrán de la realidad clavado en el cuerpo.
Los turistas visitan; los inmigrantes viajan. Los turistas están siempre llegando a sí mismos; los inmigrantes progresan y arriesgan. «Para ir de Palermo a Túnez» —resume de forma lacerante Gabriele del Grande— «bastan 47 euros, diez horas y un carnet de identidad; el viaje a la inversa puede costar 2000 euros, años de desierto y, a veces, la muerte». Los turistas son, pues, corderos; los inmigrantes, aventureros.
Los turistas, porque tienen papeles, no son «personas», sino puras personificaciones de un Estado soberano que avala su pasaporte y su moneda; los inmigrantes sin papeles (porque se han desecho de los de origen y no han recibido otros en destino), abandonados por su Estados infrasoberanos, cuerpos completamente a la intemperie, son individuos puros. Los turistas son abstracciones colectivas; los inmigrantes, concreciones individuales.
Los turistas, por eso mismo, son locales, nacionales, para-humanos; los inmigrantes son el hombre desnudo y total. La condición universal que Marx atribuía al proletariado la encarnan hoy, y por las mismas razones, los inmigrantes.
Los turistas, en fin, son un poco cómicos; los inmigrantes son épicos.
El viaje contra los otros —a través de las leyes migratorias y los periódicos, de los centros comerciales y la televisión— está tan asentado en nuestra experiencia que somos incapaces incluso de reconocer la incoherencia de nuestro rechazo. Una sociedad que cultiva los refinamientos de la compasión, que ha inventado el colonialismo y la literatura de viajes, que sigue recordando a Marco Polo, a Stanley y a Peary, que admira los relatos de superación y se deja fascinar por las pequeñas epopeyas de nuestros periódicos, ¿por qué no se emociona ante las peripecias de estos aventureros modernos —los únicos que quedan ya— capaces de recorrer varias veces el continente Áfricano, escapar de prisiones, sobrevivir al desierto, combatir el oleaje, para dar de comer a unos niños lejanos o casar a una hermana sin recursos? Una sociedad que juega en bolsa, que elogia el riesgo y la competitividad, que ensalza el individualismo y condena la intervención del Estado, ¿por qué no admira esta expresión máxima —trágica y heroica— de la «iniciativa privada» enfrentada a todos los obstáculos, sobrepuesta a todas las trabas, liberada de todo proteccionismo estatal? Una sociedad, en fin, que descubrió y dice defender los derechos humanos, que valora literaria y cinematográficamente a los rebeldes y los justicieros, que aprueba las «intervenciones humanitarias» en favor de la democracia, ¿por qué no se inclina con respeto ante estos miles de africanos que, arrostrando todos los peligros, jugándose y a veces perdiendo la vida, recorren distancias casi infinitas para entrar en Europa y reivindicar de hecho la Declaración de ddhh de la onu y la igualdad natural entre los seres humanos? Ocurre, como sabemos, todo lo contrario. Las virtudes de los inmigrantes se convierten paradójicamente en ventajas para nuestros mercados y puñales para ellos. Que sean emprendedores, obstinados y aventureros, que sientan nostalgia y tengan raíces garantiza la «selección natural» de nuestra mano de obra semi-esclava, asegura en los países de origen la reproducción de un ejército inmigrante de reserva mantenido por las remesas del exterior (sin gastos sociales para los Estados africanos dependientes y corruptos) y conjura el peligro de revoluciones y cambio políticos «desestabilizadores» en el Tercer Mundo. Que sean individuos puros y hombres desnudos los deja completamente desprotegidos y expuestos a toda clase de atropellos y violencias: precisamente porque son solo humanos carecen de todo derecho.
El resultado es éste: en una dirección hay 160 millones de inmigrantes en todo el mundo que han dejado sus países para levantar casas, recoger cosechas y cuidar ancianos, y nosotros los recibimos a palos. En dirección contraria, hay 600 millones de turistas —casi siempre los mismos— que todos los años van a fotografiar fotografías, reforzar dependencias neocoloniales y desbaratar recursos económicos y culturales y exigen y obtienen a cambio reconocimiento y protección. Los constructores se ahogan en el mar; los destructores van a los países de origen de las víctimas a celebrarlo.
Los turistas y los inmigrantes se cruzan en el camino —hacia arriba y hacia abajo— sin tocarse ni reconocerse jamás, como si viajasen en dos épocas paralelas o perteneciesen a especies diferentes.
Pero finalmente tienen que tropezar.
El 10 de agosto de 2007 tuvo lugar el encuentro fabuloso entre las especies. Una gran nave de lujo, el crucero Jules Verne, de 152 metros de eslora, de 15000 toneladas de desplazamiento y con 470 turistas españoles a bordo salvó a 12 náufragos que flotaban a la deriva después de que se hubiese hundido la frágil patera en la que viajaban. Al menos quince cadáveres fueron recogidos también y trasladados en helicóptero a Malta. Los supervivientes fueron atendidos en cubierta —separados, naturalmente, del pasaje— de graves problemas de hipotermia y deshidratación; algunos presentaban también severas quemaduras, y todos habían escurrido sus últimas fuerzas tratando de mantenerse a flote en medio de las olas. La reacción de los pasajeros fue dispar. Algunos se quejaron de la alteración del programa, de falta de información o de la interrupción de algunos servicios durante las horas que duró la operación de rescate. Otros, en cambio, aceptaron solidariamente el contratiempo y confesaron sentirse impresionados y conmovidos por el acontecimiento. En todo caso —y esto es lo inquietante y revelador— la noticia servida por los periódicos (a partir del despacho original de Europa Press) no era el drama de los inmigrantes sino precisamente la «solidaridad» y la «conmoción» de los turistas: la «aventura» inesperada que les había proporcionado la agencia, casi al final del viaje, y que había que añadir a la anécdota del taxista, a la del vendedor de alfombras y a la del ligón de la Medina. Las declaraciones de una pasajera reflejan muy bien el tono general de los testimonios y el foco de atención escogido por los periodistas, determinante a su vez de la percepción narcisista —viaje contra los otros— de la tragedia ajena: «Fue impactante (la visión de una de las mujeres rescatadas). Gritaba desesperada y lloraba como una Magdalena porque había perdido a su bebé de nueve meses en el agua. Ella lo vio hundirse, fue traumático». Algunas madres consideraban asimismo que la situación de excepción generada en el barco por la presencia de los náufragos podía ser «traumática» para sus hijos y que los «animadores» contratados por la agencia debían haberlos distraído con juegos y espectáculos —cuando quizá era una buena oportunidad para explicar algunas cosas sencillas y terribles a los niños. Ningún periodista, en cualquier caso, se interesó por los náufragos mismos, ni por sus nombres ni por sus peripecias ni por su destino ulterior. Solo a través de las declaraciones de un pasajero nos enteramos de que hablaban correctamente inglés y procedían de Eritrea; y la historia termina felizmente con el alivio de que las autoridades del país aceptasen trasladar a los supervivientes a Malta (cuyos centros de «acogida», verdaderos campos de concentración, han sido denunciados ante el parlamento europeo por las condiciones ignominiosas en las que se mantiene a los reclusos). También por la declaración de un pasajero, que atribuye a esa causa el «descontrol» en el barco, nos enteramos curiosamente de que, además del capitán, Vitali Medvedenko, la mayor parte de la tripulación —es decir, los verdaderos salvadores, ignorados por los medios de comunicación— son asimismo inmigrantes: ucranianos, rumanos, cubanos, contratados por la marca española Cruceros Visión bajo condiciones que tampoco a ningún periodista le parece interesante investigar. La noticia del drama angustioso de unos inmigrantes salvados de la muerte por otros inmigrantes se convierte así en la hazaña de unos turistas españoles solidarios que aceptan retrasar unas horas su programa de ocio organizado y a los que «conmociona» deliciosamente esta experiencia adicional; es decir, una humana y refrescante noticia veraniega que acepta como natural y casi ecológico el flujo de turistas e inmigrantes en direcciones opuestas y con medios injuriosamente desiguales y que reivindica como simpática y emocionante la rara intersección entre las dos corrientes paralelas.
Dos días antes, el 8 de agosto del 2007, siete pescadores tunecinos habían salvado a 44 emigrantes naufragados a 14 millas de la isla italiana de Lampedusa. Atendiendo a la petición de socorro del capitán Yenzeri, cuatro patrulleras italianas acudieron al encuentro del barco de pesca. Una vez en Lampedusa, los pescadores no fueron recibidos como héroes ni entrevistados por periodistas encandilados por la solidaridad de los tunecinos. Fueron detenidos, encarcelados durante 32 días —sin poder siquiera telefonear a sus familias— y están ahora a la espera de un juicio por «favorecimiento de la inmigración clandestina» que les puede costar entre 1 y 15 años de cárcel. Cumplieron con las leyes del mar y de la humanidad, que obligan a socorrer a los náufragos, y chocaron con las leyes de la ue, que prohíben la compasión. De esta noticia, que recoge precisamente Gabriele del Grande en uno de los informes mensuales de Fortaleza Europa (fortresseurope.blogspot.com), el observatorio que él mismo fundó en 2006, se pueden extraer dos conclusiones. La primera, en efecto, es que la división turista/inmigrante es tan estricta y funcional que, mientras que los turistas son siempre inocentes y a veces hasta solidarios, los solidarios africanos son siempre «inmigrantes» o —valga decir— sospechosos, lo que revela sin duda —y alimenta— el nuevo racismo estructural dominante en Europa. La segunda conclusión es de orden material y humanitario y la expone el propio del Grande en el citado informe:
En cualquier caso, el daño está hecho: en la mar ha corrido la voz. En más de una ocasión, náufragos supervivientes han denunciado la indiferencia de pesqueros y barcos mercantes frente a botes que se iban a pique. Ahora, por más que absuelvan a los 7 tunecinos, ¿quién se atreverá a socorrer a nadie si el precio son años de prisión o el secuestro de su barco? Es una cuestión de hondo calado, pues sin el auxilio de los pescadores el mar se cobrará muchas más víctimas.
¿A quién le importa? Si la compasión es un delito, la indiferencia es legal; y pronto, por este camino, la agresión será una hazaña.
Italia, vanguardia hoy de la decadencia fascistizante de Europa como otrora lo fuera de la emancipacion y la lucha, conserva sin embargo una tradición de riguroso periodismo comprometido que contrasta con la mansedumbre frívola de nuestros medios de comunicación. Así, en los últimos años, algunos libros imprescindibles han tratado de emprender ese viaje hacia los otros que el turismo mediático obstruye y desprecia por igual para abordar desde el otro lado la dura experiencia de la emigración: el estremecedor I fantasmi di Portopalo, de Giovanni Bellu, el brillante A sud di Lampedusa, de Stefano Liberti y este acusador Mamadou va a morir, que aquí presentamos y del que es autor el joven y valiente periodista italiano Gabriele del Grande. Lo que hace del Grande es lo contrario que los cronistas españoles de la «aventura» del Jules Verne: localiza muy bien el verdadero lugar de los acontecimientos y el verdadero acontecimiento. El lugar de los acontecimientos es la patera hundida y no el crucero de lujo; el verdadero acontecimiento es la muerte evitable de quince eritreos y no la impresión que ésta produce en 420 turistas traumáticamente separados durante unos minutos de sus martinis y sus cervezas. Para localizar el lugar de los acontecimientos y el verdadero acontecimiento basta un mínimo de decencia humana; para ocuparse de ellos hace falta un esfuerzo adicional que pocos periodistas están dispuestos a acometer y muy pocos periódicos —mitad por ideología, mitad por economía— a financiar. El viaje contra los otros y el turismo mediático se imponen también —y configuran fatalmente las conciencias— porque cuestan menos trabajo y menos dinero que la exploración de la realidad y el dolor que la acompaña.
Gabriele del Grande tiene el mínimo de decencia humana para localizar una noticia y el coraje profesional, cada vez más raro, para contarla. A lo que antes se llamaba sencillamente «periodismo» hoy lo llamamos «periodismo comprometido». Comprometido con su trabajo, comprometido con la decencia humana, del Grande sabe que el lugar de los acontecimientos no es una patera aislada cerca de Malta, sino todo el mar Mediterráneo y parte del Atlántico y África entera y todo el tercer Mundo y la Europa candada y arrogante y el capitalismo globlizador que determina una severa cartografía del sufrimiento humano. Y sabe que el verdadero acontecimiento no es la muerte de 15 eritreos y el encarcelamiento de 12 en los lager de Malta, sino la masacre de al menos 1581 seres humanos solo en el año 2007 y la reclusión, tortura y abandono de cientos de miles de ellos en campos de concentración y desiertos en Europa y en el norte de África: eso, pues, que sin ninguna exageración el teólogo Franz Hinkelammert ha definido como un «genocidio estructural».
¿Quiénes son, cómo se llaman, de dónde vienen, con qué medios, por qué motivos, cuánto tardan, cuánto les cuesta, cuánto ganan las empresas europeas expulsándolos de sus tierras, cuántos mueren, cuánto paga la Unión Europea para matarlos, cuánto cobran sus sicarios dictatoriales —Senegal, Mauritania, Marruecos, Túnez, Libia— por ayudarlos en el exterminio? Empeñado en encontrar respuestas a estas preguntas, del Grande siguió durante meses las cambiantes rutas migratorias —de Senegal a Turquía, del Sahara Occidental a Túnez— para escuchar a estos «aventureros» (el nombre que se dan a sí mismos) que no pueden redactar diarios de viaje ni publicar sus propios periódicos.
En la escena final de Capitanes intrépidos de Kipling, el alcalde de Gloucester lee frente al silencio emocionado de sus ciudadanos los nombres y edades de todos los pescadores muertos durante el año, agradecimiento de los vivos y supervivencia honorable de los náufragos. En lápidas e inscripciones se recuerdan los nombres de los muertos de la primera y segunda guerra mundial y en el museo del Holocausto se recoge la lista de las víctimas judías del nazismo. Todos los años se reproduce y se recuerda el elenco minucioso de los muertos el 11-s en las Torres Gemelas. Ninguna lista conserva, en cambio, el nombre de los cuerpos anónimos ahogados en el Mediterráneo y en el Atlántico o desaparecidos en el desierto del Sáhara mientras trataban de llegar a Europa. Algunos de ellos engrosan la serie potencialmente infinita de los número; de otros, ni nombre ni cifra ni cuerpo, solo queda la sospecha de su existencia y la sospecha de nuestra miseria.
Pero hay una lista que quizás sí podría hacerse. Una muy parecida a ésa, estremecedora y brutal, que el 11 de septiembre de 1973 la junta militar chilena leía por la radio tras el golpe de Estado de Pinochet: la de los ciudadanos a los que, a lo largo de los meses y años siguientes, la dictadura iba a matar. Podríamos nosotros recoger los nombres vivos y calientes que aparecen en las páginas del libro de Gabriele del Grande y colocarlos en fila e irlos llamando, uno por uno, al paredón:
Mamadú va a morir.
Romeo va a morir.
Marcel va a morir.
Babakar va a morir.
Paulin va a morir.
Michael va a morir.
Hamdi va a morir.
Y así sucesivamente.
«Los que van a morir te saludan», proclamaban los gladiadores esclavos antes de emprender el combate. Los que van a morir nos acusan. El libro de del Grande demuestra sin margen de error ni escapatoria retórica que hay «una guerra mundial contra los pobres» y que nosotros combatimos en ella.
Por eso, porque somos también pasajeros en este viaje contra los otros que viajan hacia nosotros, no quiero dejar de reproducir las palabras que escribió John Berger en un bellísimo y doloroso libro sobre la emigración publicado hace 35 años; es decir, cuando eran todavía los italianos, los españoles, los portugueses los que dejaban sus tierras para construir las casas de los suizos y los alemanes (cuando —como dice el título de un libro de Gian Antonio Stella— «los albaneses éramos nosotros»):
La justicia o injusticia de un sistema social sólo pueden juzgarse relacionándolas con el ser total del hombre: de otra forma lo único que puede decidirse sobre ese sistema es si resulta eficaz o no. El principio de la igualdad es un principio revolucionario no sólo porque desafía la existencia de jerarquías, sino porque afirma que todos los hombres son iguales en su plenitud. Y lo contrario es igualmente cierto: aceptar la desigualdad como natural es convertirse en un ser fragmentado, es no concebirse a uno mismo más que como la suma de un conjunto de conocimientos y necesidades.
Viajar hacia los otros o contra ellos es una decisión de la que no depende solo la vida de miles de africanos, asiáticos y latinoamericanos: de ella depende también nuestra propia dignidad de humanos civilizados; es decir, la supervivencia misma del planeta: de sus rosas, sus pájaros, sus leyes y sus hombres.
Santiago Alba Rico