I

¡Oh, cómo, con qué gemidos,
nos acariciamos hombros y párpados!
La noche se ocultaba en las estancias,
cual animal herido, por nuestra causa transido de dolor.

Entre todas fuiste por mí elegida,
¿no bastaba la hermana?
Como un valle idílico para mí era tu ser,
y ahora también de la proa del cielo se inclina

en una aparición inagotable
que soberana impera. ¿Adónde iré?
Ah, con el gesto del que se lamenta,
a mí te acercas, tú, que no consuelas.

II

Cuando por tu rostro me consumo
como consumen al que llora las lágrimas,
acreciento mi frente y mi boca
con los rasgos que de ti conozco.


Pienso desarrollar una ecuación pura
más allá de esas semejanzas
que por ser dobles nos separan.

III

Tomé una vez entre mis manos
tu rostro. Lo iluminó la luna.
De los objetos, el más incomprensible
bajo un desbordado llanto.

Como algo que, dócil, permanece quieto,
era posible retenerlo casi como una cosa,
y, con todo, en la noche fría no había ser
que me huyera tan infinitamente.

Oh, corremos entonces hacia esos lugares;
empujamos a la exigua superficie
todas las olas de nuestro corazón,
deseo y desfallecimiento,
y, en suma, ¿a quién se lo entregamos?

Ah, al extraño que no nos comprende,
al otro, ay, al que nunca hallamos,
a los siervos que nos encadenan,
a los vientos de primavera que así se alejaron
y al perdedor, el silencio.

(selección de poemas del libro Poemas a la noche, de Rainer Maria Rilke, en traducción de Alfonsina Janés y Clara Janés)